viernes, 7 de octubre de 2016

FRONTÓN 1986


—Pucha, cuñao, yo estuve en la matanza de El Frontón en 1986. Hubo decenas de muertos, carajo, nos bombardeó la marina. Fue infernal. Ya la gente sabía lo que se venía, nuestros familiares intuían el genocidio, pero nadie podía hacer nada, igual que ahora, sólo nos quedaba prepararnos para soportar el horror. En El Frontón los militantes estaban preparados para la inmolación, tenían armas, habían construido barricadas y estaban listos para atrincherarse en caso de ataque.
Era un secreto a voces la acción militar, sólo era cuestión de días, yo estaba más asustado que la gramputa, tú no sabes, cuñao, lo que es enfrentar a la muerte completamente indefenso. ¿Qué podían hacer los compañeros con unos pocos revólveres frente a la artillería de la Marina? Era una locura. Una semana antes, nos cortaron el aprovisionamiento de agua que siempre llegaba desde el Callao y sólo nos servían una comida al día. Prohibieron las visitas en las semanas previas, nos estaban aislando para desubicar a la familia. Todos presentíamos lo peor, pues se realizaban extraños operativos. Estaban apostados los barcos de guerra frente a la isla y los policías provocándonos a cada momento, buscaban un pretexto para masacrarnos. Pero los compañeros no pisaban el palito y se mantenían serenos. Esperábamos el ataque, pero jamás imaginé que nos iban a bombardear. Te imaginas, cuñao, lo que significa ser bombardeado sin poder moverte de tu barraca. Era una muerte segura, por eso murieron casi todos los senderistas, sólo sobrevivimos 37 prisioneros, el gordo Aguirre había salido libre un mes antes, se salvó por un pelo, sino ahí quedaba el hombre. Estaba cantado todo, no dormíamos, cuñao. ¡Quién va a dormir sabiendo que los cachacos están frente a su cabeza listos para cañonearlos! Primero fueron balas de fusilería y respondimos con los revólveres que los familiares hicieron pasar de contrabando a la isla maldita. Pensamos que la televisión llegaría a filmar y denunciaría al país el brutal ataque y se controlaría la situación, pero la cosa fue tan violenta que nadie pudo hacer nada. Antes del mediodía, los cañones nos bombardearon. El pabellón se venía abajo como un muñeco de cartón, mucha gente murió aplastada por los bloques de concreto, los demás corríamos de un lado a otro sin hallar dónde cobijarnos del infernal bombardeo. Todos los pisos habían sido derrumbados y nosotros, cuerpo a tierra, avanzábamos buscando un hueco donde guarecernos, cuando vimos un grupo de guardias republicanos, repasando a los caídos y disparando a diestra y siniestra. Hermano, casi se me para el corazón por la impresión; pero Dios me iluminó cuando ya tenía a los cachacos a pocos metros, alcancé a meterme en una tubería rota. Ahí, con los excrementos y las ratas, tuve que esconderme, si no me mataban, cuñao. Así estuve varias horas hasta qué en la tarde, con potentes altavoces, empezaron a llamar a los sobrevivientes prometiendo que la presencia del fiscal garantizaba nuestras vidas. 

Desde mi escondite observé que unos muchachos salían de los escombros y avanzaban hacia los militares, que los recibieron a patadas, puñetes y culatazos. Asustado, no me animé a abandonar la covacha. Los cachacos sacaban sobrevivientes peinando la zona, me encontrarían en cualquier momento, yo no sabía qué hacer, eran cientos de soldados que revisaban la zona palmo a palmo. No tenía salvación, cuñao, escuchaba cómo los perros se acercaban olfateando todo y destrozando a los heridos con feroces dentelladas. El terror me enloqueció, tú no sabes lo que es eso. Aquí, a pesar de todo, estamos viviendo tranquilamente.
Cuando caía la tarde me descubrieron, cuñao, me hice el muerto, me quedé inmóvil esperando que se alejaran, pero los perros desgraciados hundieron los dientes en mis carnes y grité. Yo estaba herido de bala en las piernas y los brazos, sangraba profusamente, los mastines casi me devoran, cuñao. Un oficial ahuyentó a los perros y, a culatazos, me hizo levantar. Tuve que caminar hacia el patio donde los muchachos eran brutalmente golpeados. No había ningún fiscal, cuñao, sólo los milicos que se ensañaban con los sobrevivientes. Nos arrojaron sobre el terral y ahí, desnudos, boca abajo, inmovilizados, sin agua ni comida y patadas por los riñones nos tuvieron varios días. Ahí mismo orinábamos y defecábamos sin movernos, pues nos mataban a golpes si levantábamos la cabeza. Cuando llegó la noche, la golpiza continuaba, yo seguía desangrándome y nadie se preocupaba de los heridos, escuchaba a mi costado a un hombre quejándose hasta que a medianoche se sumió en el silencio. El difunto estaba pegado a mi cuerpo y yo espantado, como no te imaginas, cuñao. Los cachacos se emborrachaban a pocos metros de nuestra tragedia. Había que seguir resistiendo, tal vez al día siguiente llegaría la prensa y entonces la presión de la opinión pública podría ayudar a resolver nuestra horrenda situación. El dolor y la abundante sangre perdida me tenía mareado, una sed atroz me invadía, entonces un muchacho me dijo compañero tome sus orines, aquí nos van a tener muchos días, y empecé a beber mi orina empozada en mis manos y mezclada con tierra. Las pesadas botas de los soldados pisoteaban nuestros maltrechos y desnudos cuerpos. Más allá, varios heridos graves seguían quejándose ante la indiferencia de los ebrios verdugos. Estábamos condenados, nadie haría nada por nosotros, teníamos que resistir o reventar, el presidiario no tiene valor para nadie, hermano, y la noche avanzaba con el hedor de las heridas infectadas, los cadáveres, el hambre y la sed. A ratos, un culatazo se estrellaba en mi nuca y perdía el conocimiento durante algunos minutos. Luego volvía a la pesadilla y escuchaba a los oficiales gritando que no tuvieran miramientos con nosotros por traidores a la patria. Era ya de mañana cuando llegaron los altos jefes militares a reconocer el terreno de la masacre y vi sus brillantes uniformes y ostentosas condecoraciones exhibirse orgullosamente frente a nuestra miseria. Jamás contemplé mayor indiferencia frente al ser humano que en aquellos momentos, un perro tenía más valor que nosotros y no podíamos reclamar un mendrugo de pan porque nos mataban a golpes. En la tarde, llegó el pomposo fiscal, pero igual, luego de una rápida mirada se retiró, para él todo estaba en orden, a pesar que un grupo de hombres desnudos, hambrientos, baleados, agonizaban totalmente abandonados. La herida de la pierna me quemaba insoportablemente pero nadie se ocupaba de los despojos humanos. Al tercer día pude comprobar que varios heridos habían fallecido por falta de atención médica y yo pensaba, aterrorizado, en mi destino si no me atendían a tiempo las heridas de las piernas y los brazos. Corría el riesgo de contraer la terrible gangrena, estábamos echados sobre nuestros excrementos, sin agua y sin comida. Recién al décimo día el gran despliegue de la prensa logró que se alzaran voces de protesta en la opinión pública, reclamando una investigación de los hechos, y nos arrojaron un nauseabundo plato de frijoles que tuvimos que comerlos encima de los excrementos porque el hambre nos torturaba espantosamente. Al décimo tercer día, a patadas nos trasladaron a Lurigancho.

Casi muero, hermano, mira las huellas de las balas en mis piernas, en mis brazos y este otro en el cuello. Fue espantoso, hermano, nueve balazos me atravesaron y seguí viviendo. Fui absuelto luego de tres años de prisión, cuñao. Ahora estoy aquí, sin tener nada que ver con estos terrucos de mierda, y nos puede pasar cualquier cosa, compadre. Cuando salí de prisión, viví traumatizado un largo tiempo. Estuve en tratamiento sicológico. Todas las noches despertaba gritando, siempre me bombardeaban en mis sueños y los cachacos con sus metracas me perseguían para matarme, y sentía el horror del bombardeo, el alarido de los heridos, los gusanos despedazando la carne de los muertos, los pabellones desplomándose, la metralla abrazándonos con un fuego como el del sol en el juicio final, los demonios del apocalipsis galopando sobre nuestros cuerpos esqueléticos. Despertaba sudoroso, gritando enloquecido. Quedé traumado, cuñao. Han pasado seis años y ahora, de nuevo metido en la mierda.

Joel hablaba a borbotones, sentía una gran necesidad de descargar sus tensiones; yo lo escuchaba desorbitado. Aquellas terribles experiencias indudablemente podían enloquecer a un hombre. Pude comprender por qué Joel padecía de insomnio, en la carceleta amanecía de pie aferrado a las rejas, desollado de angustia. Joel había vivido cien vidas a cada cual más horrorosa, yo sólo había ingresado al primer círculo del infierno. El compadre había habitado ya el centro mismo del horror, sintiendo sobre su rostro el nauseabundo hedor de la guadaña, y había vuelto a la vida. Ahora el cruel destino lo traía de vuelta a las inciertas playas. ¡Qué extraños designios influían en la vida de aquel prisionero! ¿En verdad era inocente?

Del Libro: Las Carceles del Emperador (Jorge Espinoza Sánchez)

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