Foto: Referencial
Nacio el 3 de diciembre de 1934 en
Mollendo, Arequipa. Como sus padres no estaban casados, fue
registrado como “hijo natural” de Abimael y Berenice. Pero
Berenice se mudó a dos calles del hogar paterno, a una casita de
madera amarilla con dos habitaciones que el señor Abimael visitaba
por las noches.
Todas las fuentes dicen que Berenice
murio cuando su hijo tenia diez años. Pero Susana dice que no murio:
lo abandonó. Y el niño tenía ocho. Segun Susana, “Berenice no
era mala, sino una mujer muy sufrida que había querido asegurarse
en la vida”. Para una mujer en Arequipa de esos años, “asegurarse
en la vida” significaba tener un hijo de un hombre rico para
exigirle matrimonio. Berenice no fue la única que le otorgó
descendencia al señor Abimael. Pero él, aunque accedia a colaborar
con los gastos de los niños, tuvo para todas las madres la misma
respuesta: “Yo no tengo la culpa de que las mujeres se hagan
proyectos conmigo. Deberían consultarme antes”.
Al final, Berenice encontró a otro con
quien casarse, un hombre que vivía en Puno, a cuatro mil metros
sobre el nivel del mar.
Berenice pensó que su hijo no
resistiría la altura. O quizá que ella no resistiría a su hijo. Y
decidió mudarse sin él. Abimael fue entregado a su tío que vivía
en El Callao, quien lo recibio con las siguientes palabras: “Ojala,
pues, que tu madre encuentre por fin la felicidad”. Eso es casi lo
último que el niño supo de ella. Durante los siguientes tres años
recibio dos cartas. Luego, nada.
En cambio, en niño siguió en contacto
con su padre. El señor Guzmán le enviaba dinero para sus gastos,
que eran pocos, porque Abimael estudiaba en un colegio público y
vivía en un barrio barato. Sus cartas de esa época eran recuentos
financieros dignos de un contable: “se ha gastado tanto en esto,
tanto en lo otro”, “me debe usted doce soles”. El pequeño
nunca estaba contento ni se quejaba. Nunca hacía ninguna mención
a sus sentimientos ni hablaba de su vida o su colegio. Nadie se le
preguntaba tampoco.
Hasta que una profesora le enseñó a
escribir cartas “de estilo”, con las fórmulas elegantes y
apropiadas para solicitar las cosas por escrito. El mismo día en que
aprendió a redactarlas, le escribió una a su familia de Arequipa.
La carta llevaba por título “Una misiva de esperanza”y estaba
dirigida “a don Guzmán, mi padre”.
Cuando la carta llegó a su destino,
don Guzmán no estaba en la ciudad. Abrió el sobre su esposa
legítima, Laura Jorquera Gómez de Guzmán. Así se enteró ella de
los gastos de Abimael, de sus notas escolares, pero también de muchas
otras cosas. Abimael, por primera vez hablaba de su soledad mezclando
lenguaje de un niño de diez años con almibaradas formas de estilo.
Contaba que su tío se llevaba a sus hijos de paseo y lo dejaba a él
cuidando la casa, que no sentía que tuviera familia, que lavaba los
platos aunque apenas llegaba al fregadero. Terminaba: “Ojalá
encuentre usted un destino mejor para su hijo Abimael de El Callao.
Y firmó” Seguía una rúbrica barroca, llena de bucles y
arabescos.
A leer eso, doña Laura quedó
consternada. Era una chilena tradicional, de clase alta “acostumbrada
ancestralmente a guardar silencio”. Las infidelidades de su esposo
debían lastimarla sin ruido. Pero era una católica. Tenía caridad.
O quizás se sintió culpable. Ordenó a su esposo que llevase a su
hijo a Arequipa, a vivir con su familia como correspondía.
(Fragmento del libro: La Cuarta Espada.
La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso. Autor: Santiago
Roncagliolo)