sábado, 28 de febrero de 2015

LA INFANCIA DE UN GENOCIDA


Foto: Referencial


Nacio el 3 de diciembre de 1934 en Mollendo, Arequipa. Como sus padres no estaban casados, fue registrado como “hijo natural” de Abimael y Berenice. Pero Berenice se mudó a dos calles del hogar paterno, a una casita de madera amarilla con dos habitaciones que el señor Abimael visitaba por las noches.

Todas las fuentes dicen que Berenice murio cuando su hijo tenia diez años. Pero Susana dice que no murio: lo abandonó. Y el niño tenía ocho. Segun Susana, “Berenice no era mala, sino una mujer muy sufrida que había querido asegurarse en la vida”. Para una mujer en Arequipa de esos años, “asegurarse en la vida” significaba tener un hijo de un hombre rico para exigirle matrimonio. Berenice no fue la única que le otorgó descendencia al señor Abimael. Pero él, aunque accedia a colaborar con los gastos de los niños, tuvo para todas las madres la misma respuesta: “Yo no tengo la culpa de que las mujeres se hagan proyectos conmigo. Deberían consultarme antes”.

Al final, Berenice encontró a otro con quien casarse, un hombre que vivía en Puno, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar.
Berenice pensó que su hijo no resistiría la altura. O quizá que ella no resistiría a su hijo. Y decidió mudarse sin él. Abimael fue entregado a su tío que vivía en El Callao, quien lo recibio con las siguientes palabras: “Ojala, pues, que tu madre encuentre por fin la felicidad”. Eso es casi lo último que el niño supo de ella. Durante los siguientes tres años recibio dos cartas. Luego, nada.

En cambio, en niño siguió en contacto con su padre. El señor Guzmán le enviaba dinero para sus gastos, que eran pocos, porque Abimael estudiaba en un colegio público y vivía en un barrio barato. Sus cartas de esa época eran recuentos financieros dignos de un contable: “se ha gastado tanto en esto, tanto en lo otro”, “me debe usted doce soles”. El pequeño nunca estaba contento ni se quejaba. Nunca hacía ninguna mención a sus sentimientos ni hablaba de su vida o su colegio. Nadie se le preguntaba tampoco.

Hasta que una profesora le enseñó a escribir cartas “de estilo”, con las fórmulas elegantes y apropiadas para solicitar las cosas por escrito. El mismo día en que aprendió a redactarlas, le escribió una a su familia de Arequipa. La carta llevaba por título “Una misiva de esperanza”y estaba dirigida “a don Guzmán, mi padre”.

Cuando la carta llegó a su destino, don Guzmán no estaba en la ciudad. Abrió el sobre su esposa legítima, Laura Jorquera Gómez de Guzmán. Así se enteró ella de los gastos de Abimael, de sus notas escolares, pero también de muchas otras cosas. Abimael, por primera vez hablaba de su soledad mezclando lenguaje de un niño de diez años con almibaradas formas de estilo. Contaba que su tío se llevaba a sus hijos de paseo y lo dejaba a él cuidando la casa, que no sentía que tuviera familia, que lavaba los platos aunque apenas llegaba al fregadero. Terminaba: “Ojalá encuentre usted un destino mejor para su hijo Abimael de El Callao. Y firmó” Seguía una rúbrica barroca, llena de bucles y arabescos.

A leer eso, doña Laura quedó consternada. Era una chilena tradicional, de clase alta “acostumbrada ancestralmente a guardar silencio”. Las infidelidades de su esposo debían lastimarla sin ruido. Pero era una católica. Tenía caridad. O quizás se sintió culpable. Ordenó a su esposo que llevase a su hijo a Arequipa, a vivir con su familia como correspondía.

(Fragmento del libro: La Cuarta Espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso. Autor: Santiago Roncagliolo)

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