jueves, 8 de junio de 2017

AMOR DE TIEMPO Y DISTANCIA



En el amanecer de sus 15 años, había experimentado una sensación nueva. Desde que llegó y siendo aún niña siempre lo veía en la calle jugando. Ese niño que para muchos era travieso y para otros malcriado, pero para ella le parecía gracioso y simpático.

Y apoco de llegar la primavera de su vida, tenía que dar una respuesta, ser su primera novia y él ser su primer novio. Se preguntaba cómo decirle que sí. Quería contárselo a alguien. Se preguntaba y después qué.

En la radio sonaba una canción de Pimpinela y luego de Daniela Romo y ella soñaba. ¿Le gustará? Se interrogaba, y en su pensamiento se respondía. No, él no es romántico, debe estar con toda esa onda de los subterráneos.

Una noche, llegando del colegio le alcanzo en el auto stop. Ella le entregó un pedacito de papel que significaba un inmenso cariño, su mundo estaba plasmado en esas dos palabras “Sí quiero”.
El sonido de una bocina de un auto le trajo de ese valle profundo de la nostalgia, de ese recuerdo de 30 años atrás. Y ahí estaba él, caminando entre la multitud de gente apresurada, era medio día en esa gran avenida, pese a los años ella pudo reconocerlo. Ella siempre en su soledad se recordaba de él, su primer novio.

Ahí pasaba él. Él que en ese momento de su adolescencia significó toda su vida. Ahora ella ya realizada, con hijos mayores y divorciada pensó por qué no.  Y con la vista lo miraba perderse en ese mar de gente. Quiso correr, alcanzarlo, preguntarle un sinfín de cosas. De pronto una inquietud surcó su mente ¿Estará casado? Y se quedó petrificada, plantada, paralizada. Se volvió y siguió su camino.


Él seguía su rumbo, apurado, acelerado, camino al juzgado a firmar su divorcio. 

La mamá de José Carlos



Ahora lo sé. No solo nosotros, sus hijos, le pedimos a mi madre que saliera del país. Estaba claro que para todo el mundo que la iban a matar. Muchos de su entorno o habían muerto o habían sido detenidos. La vigilancia de la Policía y el Ejército se había vuelto descuidada, escandalosa. En la pequeña tienda de la Universidad de San Marcos entraban sin disimulo agentes de inteligencia, nos miraban y salían. Entraron incluso vestidos de uniforme. Una tarde llegó un tipo alto, recio, de uniforme gris claro. Nos vio, mi madre sentada, tipiando en la vieja máquina de escribir la tarea de algún universitario. Yo a su lado, dictándole. Dijo al parecido a “sí, ella es”. Lo miramos. Luego salió.
Sus amigos también se lo pidieron, algunos cercanos que no estaban metidos en el Partido. Un buen muchacho, un amigo muy querido que estuvo en Sendero pero que tuvo la lucidez de salirse antes de que lo mataran también se lo dijo. Flaca, qué haces en esta mierda ya, no tiene sentido, tú lo sabes. Él salió del país y vive y aún lo queremos de lejos, sin tocarlo.
Se lo pidieron amigos de una ONG que la había conocido desde sus años de la izquierda radical pero legal. Que la estimaban y pese a sus discrepancias, le ofrecieron darle una mano para salir. Se lo pidieron algunos familiares. Pero a estos les dijo con pocas palabras, cuiden a mis hijos, que no les pase nada.
A mi madre algunos compañeros del partido la acusaban de preferir atender a críos que entregarse por completo a la revolución. Ella no hizo caso. Los problemas que tuvo por ello, por años. Cuando yo le pedía que se fuera, cada vez podía, cada cierto tiempo, ella sonreía y empezaba con un “no pasa nada”. Luego decía cosas como qué va a ser de ustedes. Eso me enfurecía. Le decía que éramos grandes y que sabríamos qué hacer.
Al final no se fue. Se quedó paralizada frente a una playa de Chorrillos, de tres balazos. Su sangre uniéndose al mar, ese lugar donde puedo verla aún, serena. Repitiéndose.
Mucho tiempo he luchado con el sentimiento de culpa de creer que se expuso a un riesgo muy alto por sus hijos. En los peores momentos de nuestra historia familiar en la guerra, contadas veces se separó de nosotros para ocultarse en algún lugar seguro. Siempre regresó, buscó trabajo y nos dio que comer. La policía nos ubicaba, llegaba a la casa, nos despertaban, la señalaban, revisaban nuestras pocas cosas, las ropas, los libros. Amenazaban con llevarla. Pero no lo hacía. No sé por qué. Nos íbamos a otra casa entonces. Por lo menos por un tiempo. Las críticas le llovían: deja a esos críos y pasa a la clandestinidad. Deja esa basura de “P” y vete del país.
Sé que con su decisión de no dejarnos y estar en su revolución a medias nos cuidaba, pero también nos exponía al peligro. Las dos cosas al mismo tiempo. No podía evitarlo. Ella creía que era necesario cambiar un mundo que la indignaba hasta el desasosiego. Pero no podía dejarnos simplemente, para ser más pobres aún de lo que ya éramos.
He pensado en mi madre por años. Por qué no se fue. Creo que en parte fue por sus hijos. No le pedimos eso, no queríamos esa culpa. Se lo dijimos.
Pero también creo que no se fue porque no podía hacerlo. No solo por nosotros. Por inercia en parte. Pero también porque no podía imaginarse una rendición de tal magnitud para su vida. La conocí profundamente. Sé que era transparente y que amaba a la gente, quizá en exceso si eso es posible. Que le dolía el dolor de los demás hasta hacerla sufrir. Ella sabía que el PCP-SL era ya para inicios de los 90 un terrible error. Pero no podía salirse por completo. Era lo único que le daba sentido.
Ella no estaba lista para rendirse.


(Del libro: Los Rendidos Sobre el don de perdonar. Autor José Carlos Agüero)

viernes, 2 de junio de 2017

ESA ARENERA



Era verano del 84. Las lluvias se ausentaron. La tarde de los domingos parecían más largos y aburridos.
Esta cerca de recordarse un año de su partida. Paula siempre vivía en mi corazón y siempre será mi madre. Sentado en esa esquina de la callecita de mi barrio, pensando a quien buscar, para jugar.
Estaba en la madrugada de mi adolescencia, algunas veces mi infancia se reusaba a irse, para mí todo era juego. La vida misma era un juego, para los de arriba y para los de abajo. Pensaba en todo, pero sobre todo soñaba en seguir jugando. Por entonces la pelota no era la preferida, pese a que era mi sueño. Yo deseaba esa bicicleta.
De pronto con ese calor y viento fresco del verano apareció ella.  Ahí estaba la niña, con un pantalón rosado, un polo amarillo y unas trenzas que atrapaban su larga cabellera. Iba y venía, miraba como ella se divertía.
En unas de esas me saludó. Se inició el dialogo. Debo confesar que me gustaba su sonrisa, que no era muy común en comparación de otras niñas de mi barrio. No desaproveché la oportunidad y en primera le pedí que me prestara su bicicleta. Me sonrió y me dijo que sí, yo me sorprendí.
Se bajó y me la entregó – Cuídala- Me dijo.

Esa tarde fui feliz.  Esa tarde las calles de mi barrio fueron mi paraíso. Esa tarde esa arenara era mía.