Ahora lo sé. No solo nosotros, sus hijos, le pedimos a mi
madre que saliera del país. Estaba claro que para todo el mundo que la iban a
matar. Muchos de su entorno o habían muerto o habían sido detenidos. La
vigilancia de la Policía y el Ejército se había vuelto descuidada, escandalosa.
En la pequeña tienda de la Universidad de San Marcos entraban sin disimulo
agentes de inteligencia, nos miraban y salían. Entraron incluso vestidos de
uniforme. Una tarde llegó un tipo alto, recio, de uniforme gris claro. Nos vio,
mi madre sentada, tipiando en la vieja máquina de escribir la tarea de algún
universitario. Yo a su lado, dictándole. Dijo al parecido a “sí, ella es”. Lo
miramos. Luego salió.
Sus amigos también se lo pidieron, algunos cercanos que no
estaban metidos en el Partido. Un buen muchacho, un amigo muy querido que
estuvo en Sendero pero que tuvo la lucidez de salirse antes de que lo mataran
también se lo dijo. Flaca, qué haces en esta mierda ya, no tiene sentido, tú lo
sabes. Él salió del país y vive y aún lo queremos de lejos, sin tocarlo.
Se lo pidieron amigos de una ONG que la había conocido desde
sus años de la izquierda radical pero legal. Que la estimaban y pese a sus
discrepancias, le ofrecieron darle una mano para salir. Se lo pidieron algunos
familiares. Pero a estos les dijo con pocas palabras, cuiden a mis hijos, que
no les pase nada.
A mi madre algunos compañeros del partido la acusaban de
preferir atender a críos que entregarse por completo a la revolución. Ella no
hizo caso. Los problemas que tuvo por ello, por años. Cuando yo le pedía que se
fuera, cada vez podía, cada cierto tiempo, ella sonreía y empezaba con un “no
pasa nada”. Luego decía cosas como qué va a ser de ustedes. Eso me enfurecía.
Le decía que éramos grandes y que sabríamos qué hacer.
Al final no se fue. Se quedó paralizada frente a una playa
de Chorrillos, de tres balazos. Su sangre uniéndose al mar, ese lugar donde
puedo verla aún, serena. Repitiéndose.
Mucho tiempo he luchado con el sentimiento de culpa de creer
que se expuso a un riesgo muy alto por sus hijos. En los peores momentos de
nuestra historia familiar en la guerra, contadas veces se separó de nosotros
para ocultarse en algún lugar seguro. Siempre regresó, buscó trabajo y nos dio
que comer. La policía nos ubicaba, llegaba a la casa, nos despertaban, la
señalaban, revisaban nuestras pocas cosas, las ropas, los libros. Amenazaban
con llevarla. Pero no lo hacía. No sé por qué. Nos íbamos a otra casa entonces.
Por lo menos por un tiempo. Las críticas le llovían: deja a esos críos y pasa a
la clandestinidad. Deja esa basura de “P” y vete del país.
Sé que con su decisión de no dejarnos y estar en su
revolución a medias nos cuidaba, pero también nos exponía al peligro. Las dos
cosas al mismo tiempo. No podía evitarlo. Ella creía que era necesario cambiar
un mundo que la indignaba hasta el desasosiego. Pero no podía dejarnos simplemente,
para ser más pobres aún de lo que ya éramos.
He pensado en mi madre por años. Por qué no se fue. Creo que
en parte fue por sus hijos. No le pedimos eso, no queríamos esa culpa. Se lo
dijimos.
Pero también creo que no se fue porque no podía hacerlo. No
solo por nosotros. Por inercia en parte. Pero también porque no podía
imaginarse una rendición de tal magnitud para su vida. La conocí profundamente.
Sé que era transparente y que amaba a la gente, quizá en exceso si eso es
posible. Que le dolía el dolor de los demás hasta hacerla sufrir. Ella sabía
que el PCP-SL era ya para inicios de los 90 un terrible error. Pero no podía
salirse por completo. Era lo único que le daba sentido.
Ella no estaba lista para rendirse.
(Del libro: Los Rendidos Sobre el don de perdonar. Autor José Carlos Agüero)