Era verano del 84. Las lluvias se ausentaron. La tarde de
los domingos parecían más largos y aburridos.
Esta cerca de recordarse un año de su partida. Paula siempre
vivía en mi corazón y siempre será mi madre. Sentado en esa esquina de la callecita
de mi barrio, pensando a quien buscar, para jugar.
Estaba en la madrugada de mi adolescencia, algunas veces mi
infancia se reusaba a irse, para mí todo era juego. La vida misma era un juego,
para los de arriba y para los de abajo. Pensaba en todo, pero sobre todo soñaba
en seguir jugando. Por entonces la pelota no era la preferida, pese a que era
mi sueño. Yo deseaba esa bicicleta.
De pronto con ese calor y viento fresco del verano apareció
ella. Ahí estaba la niña, con un pantalón
rosado, un polo amarillo y unas trenzas que atrapaban su larga cabellera. Iba y
venía, miraba como ella se divertía.
En unas de esas me saludó. Se inició el dialogo. Debo
confesar que me gustaba su sonrisa, que no era muy común en comparación de otras
niñas de mi barrio. No desaproveché la oportunidad y en primera le pedí que me
prestara su bicicleta. Me sonrió y me dijo que sí, yo me sorprendí.
Se bajó y me la entregó – Cuídala- Me dijo.
Esa tarde fui feliz. Esa
tarde las calles de mi barrio fueron mi paraíso. Esa tarde esa arenara era mía.
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