lunes, 13 de abril de 2015

America morena sangrada


Cuando Cristóbal Colón decidió atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecumene, había aceptado el desafió de las leyendas. Tempestades terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos. Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo, según creían los hombres del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyecciones hacia África y Oriente.
América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacia largo tiempo, el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavo por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada de Japón.
España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 no fue solo el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de la reconquista había agotado el tesoro real. Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colon dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la dominicana.
Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al naces el siglo XVI. América era el vasto imperio del Diablo, de redacción imposible o dudosa, pero la fanática misión contra le herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquista, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo.
Colon quedo deslumbrado, cuando alcanzo el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje Verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros esplendidos y los mancebos. A los indígenas les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo y se cortaban. Mientras tanto el Almirante buscaba oro y vide que algunos de los indígenas traían un pedazo colgado en un agujero que tenían en la nariz y por señas pudo entender que yendo al sur o volviendo a la isla por el sur, había un rey que habitaba allí que tenia grandes vasos dello y tenia mucho oro. En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de China cuando entro en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1502: Cuando lo descubrí las Indias, dije que eran el mayo señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del otro, perlas, piedras, preciosas, especias.
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. Las tierras vírgenes, densas selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, y en la audacia.
Nació el mito de Eldorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco.
El espejismo del “cerro que manaba plata” se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí. Había si oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortes revelo para España en 1519 la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Montezuma y quince años después llego a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al Inca Atahualpa antes de estrangularlo.

(Del Libro: Las Venas abiertas de América Latina. Autor: Eduardo Galeano)

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