Corre, jadeando, por la orilla. A un
lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la
ruina.
El barrio lo envidia: el jugador
profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan
por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como
una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en
los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres
suspiran por él y los niños quieren imitarlo.
Pero él, que había empezado jugando
por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios,
ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la
obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden,
lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama
y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más
preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el
castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de
analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y
mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo
encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos
forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso
llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los
treinta años. Los músculos se cansan temprano: -Éste no hace un
gol ni con la cancha en bajada.
-¿Éste? Ni aunque le aten las manos
al arquero.
O antes de los treinta, si un pelotazo
lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo,
o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún
mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola
baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama,
señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.
(Del Libro: El Fútbol a Sol y
Sombra. Autor: Eduardo Galeano)
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