La costumbre romana de la
crucifixión seguía una serie de
procedimientos muy preciso. Una vez dictada la sentencia, la víctima era
flagelada, con el consiguiente debilitamiento producido por la pérdida de
sangre. Luego, con los brazos extendidos, era sujetada -generalmente por medio de correas, aunque a
veces se usaban clavos- a una pesada viga de madera colocada horizontalmente a
lo largo de su cuello y de sus hombros. Cargada con este madero, era entonces
conducida al lugar de la ejecución. Una vez allí, con la víctima colgada de él,
el madero era alzado y unido a un poste
o pilote vertical.
Colgada así de las manos, a la
víctima le resultaba imposible respirar a no ser que los pies también
estuvieran sujetados a la cruz, lo que le permitía apoyarse en ellos para
aliviar la presión que sufría en el pecho. Pero a pesar del terrible dolor, un
hombre suspendido con los pies sujetados
-y especialmente un hombre sano y en buena forma- normalmente sobrevivía como mínimo uno o dos días. De hecho, a menudo la
víctima tardaba hasta una semana en
morir: de agotamiento, de sed o, en el caso de que se utilizasen clavos, de una
infección de la sangre. Esta agonía atenuada
podía acelerarse rompiendo las piernas o las rodillas de la víctima,
cosa que, según los evangelios, se
disponía a hacer los verdugos de Jesús
antes que se lo impidieran. La ruptura de las piernas o de las rodillas no era
tormento sádico complementario.
Al contrario, era un acto de misericordia, un golpe de gracia que
provocaba una muerte muy rápida. Sin
nada que sostuviera a la víctima, la presión en el pecho se hacía
intolerable y el desgraciado se
asfixiaba rápidamente.
(…) ¿Qué pudo construir la causa de la muerte? No el lanzazo en el
costado, pues el cuarto evangelio afirmar que Jesús ya había muerto cuando le
fue infligida esta herida (Juan 19, 33).
Sólo cabe una explicación: la muerte se produjo a causa de una combinación de
agotamiento, fatiga, debilitamiento general y el trauma de la flagelación. Pero
ni siquiera estos factores tenían por qué resultar fatales tan pronto. (…)
Según el cuarto evangelio, los verdugos de Jesús se disponían a romperles las piernas, lo que hubiera
acelerado su muerte. ¿Por qué tomarse
esta molestia si ya estaba moribundo? En otras palabras no valía la pena
romperle las piernas a Jesús a menos que la muerte no fuera en realidad
inminente.
En los evangelios la muerte de
Jesús se produce en un momento que resulta casi demasiado conveniente,
demasiado oportuno. Se produce justo a
tiempo de impedir que los verdugos le
rompan las piernas. Y, al producirse precisamente en tal momento, le permite
cumplir una profecía del Antiguo Testamento.
En resumen, el aparente y
oportuno “fallecimiento” de Jesús –que en el momento preciso le salva de una
muerte cierta y le permite cumplir una
profecía- es sospechoso por no decir algo peor. Es demasiado perfecto,
demasiado preciso para ser una coincidencia. O se trata de una interpolación
posterior, una vez ocurrido el hecho, o
forma parte de un plan cuidadosamente
trazado. Hay muchas pruebas complementarias que sugieren que se trata de los
segundo.
En el cuarto evangelio
Jesús, colgado en la cruz, declara que
tiene sed. En respuesta a esta queja le
ofrecen una esponja supuestamente empapada en vinagre, incidente que aparece
también en los otros evangelios.
Generalmente se interpreta que dicha
esponja es otro acto de burla sádica. Pero ¿lo fue realmente? El vinagre
-o vino agriado- es un estimulante temporal cuyos efectos no son
distintos de los de las sales
aromáticas. Se utilizaba con frecuencia en aquel tiempo para reanimar a los
esclavos de las galeras. En un hombre herido y agotado, un poco de vinagre,
olido o degustado, surtiría un efecto restaurador, una oleada temporal de energía. Y, sin embargo, en el caso de Jesús el efecto es justamente lo
contrario. Apenas inhala o degusta la
esponja, pronuncia sus palabras finales
y “entrega el espíritu”. Desde el punto de vista fisiológico, esta
reacción sería perfectamente compatible con una esponja empapada, no en
vinagre, sino en algún tipo de droga soporífera, un compuesto de opio o de
belladona, o de ambas cosas, por ejemplo, que era algo que en aquel tiempo se
utilizaba frecuentemente en Oriente Medio. Pero ¿por qué le ofrecerían una droga soporífera? A
menos que el acto de ofrecérsela, junto con los demás componentes de la
crucifixión, formarse parte de una estratagema compleja e ingeniosa, una estratagema cuya finalidad era producir una muerte
aparente cuando, en realidad, la víctima
seguía viva. Semejante estratagema no
sólo hubiera salvado de vida de Jesús, sino que, además, habría convertido en realidad las profecías del Antiguo Testamento sobre la llegada de un
mesías.
(Del libro: El Enigma
Sagrado. Autores: M. Baigent,
R. Leigh y H. Lincoln)
No hay comentarios:
Publicar un comentario